Las personas somos emocionales
Ante cualquier situación, lo primero que se mueve en nosotros es la respuesta emocional. Sentimos atracción o rechazo, nos despierta interés, temor… La situación se procesa primeramente en el sistema límbico, nuestro cerebro más interno y primitivo, que guarda la información almacenada de nuestra historia como seres humanos. En función de la emoción se activa nuestro pensamiento o diálogo interno. Después del sistema límbico interviene la corteza cerebral, nuestro cerebro más joven, evolucionado más tarde en la especie humana, el “disco duro” en el que se guarda la información de nuestras experiencias, nuestra historia personal o de vida. Hay personas ante las que nos sentimos atraídas, nos despiertan interés, nos parecen próximas o cercanas; otras personas nos hacen sentirnos incómodas, nos imponen, generan temor… Y lo hacen con su mera presencia, incluso sin hablar. Es el poder de la emoción, base de la comunicación no verbal.
Donde no llega la palabra penetran las emociones
La palabra argumenta y hasta convence pero no necesariamente emociona. La palabra se ha de procesar, la emoción te invade. Las emociones tienen un poder mucho mayor que las palabras. La palabra puede ser seductora, la emoción siempre es contagiosa. Alegría, agradecimiento, afecto, amor, sorpresa, admiración, tristeza, decepción, rechazo, enfado… se trasmiten casi sin hablar. “La cara es el espejo del alma“, dice el saber popular.
Las emociones son mucho más profundas que los pensamientos
Mientras las emociones surgen de lo más interno de nuestro cerebro, donde se recogen influencias ancestrales, los pensamientos viven en la corteza cerebral, casi recién llegados desde el punto de vista filogenético. Somos mucho más lo que sentimos, que lo que pensamos. Las emociones son el auténtico motor del comportamiento. Emociones vividas condicionan nuestro comportamiento más de lo que podemos imaginar sin llegar a ser conscientes de ello. Las emociones llegan a organizar el diálogo interno o pensamiento. Es cierto que los pensamientos activan emociones coincidentes que son fácilmente descifrables. Pero las emociones hablan por sí solas, son más enigmáticas y pueden llegar a crear una postura o forma de pensar concreta.
No es tan simple decirle a tu propia ansiedad “vete”, para que desaparezca. No es suficiente decirte “no voy a tener miedo”, para superarlo. No basta hablarse “puedo”, para lograrlo. Esta postura es demasiado simplista, más próxima a la charlatanería que al rigor. En torno a ese diálogo interno se mueve un mar de emociones que no se puede ignorar.
Es momento de poner énfasis en lo emocional frente a lo cognitivo. No se puede despreciar el peso del pensamiento, pero lo emocional tiene mayor relevancia sobre el comportamiento. Hay que enseñar a las personas a entender sus emociones de forma que se comprendan mejor y puedan enfrentarse a ellas para potenciar unas o reconducir otras. Solo cuando se tiene esa cultura o inteligencia emocional se es capaz de gestionar con eficacia las emociones propias y ajenas.
Sin emoción no hay aprendizaje
Profesores, entrenadores y cualquier persona que coordine o dirija un grupo humano necesitan convencer desde el diálogo, a través de la palabra. Pero ello es insuficiente. Por encima de todo han de emocionar, transmitir pasión, mostrarse apasionadas, despertar curiosidad, contagiar ganas de aprender. Cualquier persona, necesita desarrollar su lenguaje emocional para entender y expresar emociones adecuadamente. La emoción va más allá del convencimiento. El profesor ha de despertar curiosidad, admiración, ganas de aprender. El entrenador ha de ilusionar a sus futbolistas, crear complicidad, contagiar el afán de mejorar y dar lo mejor de sí mismos. El coordinador de un equipo de trabajo consigue bien poco sin ilusionar, lograr que se identifiquen y se comprometan con la empresa.
Profesores, entrenadores, coordinadores de equipos de trabajo han de ir mucho más allá del convencimiento. Deben contagiar emociones positivas, deben despertar en el interior de sus alumnos, jugadores o subordinados “luces” que les guíen, una energía que les mueva o les impulse en su desarrollo escolar, deportivo o profesional. Son como alquimistas en busca de la pócima milagrosa. Deben “pintar” el clima del aula, del equipo o de la empresa con emociones que den vida a sus alumnos, jugadores o empleados.
¿Qué emociones sueles transmitir a los demás desde tu comportamiento cotidiano o tu forma de ser?
¿Contagias ilusión? ¿Guardas las distancias, generas temor? ¿Te enfadas con facilidad? Reflexiona sobre ello. Quizás encuentres claves que te ayuden a entender mejor lo que sucede en torno a ti.
Alegría, ilusión, serenidad, disfrute, agradecimiento… no solo incrementan el bienestar emocional, sino que, gracias al poder contagioso de las emociones, ejercen como un imán, atraen a los demás, otorgan magnetismo personal. En cambio, enfado, ansiedad, temor, incertidumbre, suspicacia o desconfianza… restan calidad de vida, generan malestar, acaban deteriorando la salud y abren distancia en las relaciones personales. Los del carácter “avinagrado” pueden acabar “enfermos” y “solos”. No tienen ningún carisma, ejercen como un repelente hacia los demás.
Vivir y proyectar un clima emocional positivo es un reto para cualquier persona y un imperativo las que trabajan con otras personas. No es suficiente hablar de gestión emocional, hay que dar un paso más, es necesario proyectar emociones positivas que contagien e impregnen los climas de aprendizaje, entrenamiento o trabajo.
¿Qué emociones conviene proyectar o generar en otras personas cuando trabajas con ellas?
- SEGURIDAD. Sentirse seguro es imprescindible para atreverse, querer intentarlo, probar, aprender.
- CURIOSIDAD. Despertar curiosidad es el punto de partida que lleva a hacerse preguntas, hacer preguntas, indagar, buscar información, ampliar horizontes, querer aprender.
- ILUSIÓN – OPTIMISMO. Estar ilusionado, creer que es posible, ser optimista… alimenta la motivación propia y mueve la de otras personas, convirtiéndose en fuente de motivación.
- ADMIRACIÓN. Dar valor, valorar, reconocer, dar importancia y consideración al esfuerzo, la perseverancia, la superación de la dificultad, la coherencia, ser ejemplar, lleva a la admiración por este tipo de valores, imprescindibles para aprender.
- COMPLICIDAD. Estar guiado por una actitud de ayuda facilita la complicidad, favorece el compromiso y la identificación personal que lleva a abrirse, colaborar y aprender.
- AFABILIDAD. Ser afable, mantener un trato cordial, respetuoso, cariñoso… genera un clima abierto a la comunicación y la convivencia.
- ACOGIDA. Sentirse valorado, querido, aceptado o acogido es un requisito para atender, escuchar con interés, esforzarse, colaborar y aprender.
Seguridad, curiosidad, admiración, complicidad, acogimiento… no se explican ni se argumentan: se ejercen, se trasmiten y se contagian. El amor se siente y se manifiesta. Si se ha de pensar y explicar… ¡mal síntoma! Las emociones hablan por sí solas desde la expresión facial, los gestos y las acciones… Una sonrisa de complicidad, un abrazo de celebración, un acercamiento de apoyo, un silencio acompañado de un rostro serio, una cara de auténtica sorpresa… hablan por sí mismos sin necesidad de palabras. Manejar el lenguaje emocional es mucho más que ser eficaz en la comunicación no verbal, es entender, descifrar, gestionar y proyectar las emociones de forma que uno es capaz de vivir de forma positiva y lo proyecta sobre su entorno. Es momento de dar valor a las emociones, muy por encima de la palabra o el pensamiento.
Emocionar es un ejercicio muy saludable que genera un retorno muy positivo
¿Por qué generar y proyectar emociones positivas? No se trata de ser simpático o generar una imagen positiva en torno a uno mismo. No basta con ser empático. Es mucho más. Cuando generamos emociones positivas, estamos teniendo la llave de nuestras propias emociones en vez de verse zarandeadas por el vaivén de las circunstancias, hacemos un ejercicio muy saludable ya que genera bienestar en sí mismo y nos sentimos bien generando bienestar en los demás. Además, comprobamos que este ejercicio genera un retorno muy gratificante, nos devuelve aceptación, cariño, afecto, mejores relaciones personales, compromiso, vínculo afectivo y profesional. Quien transmite desconfianza, enfado, inseguridad, genera en otras personas distanciamiento, inhibición, además de ser un ejercicio que ocasiona malestar o una forma de vivir muy poco saludable.
Lo comentado no debe confundirse con reprimir las emociones negativas. El enfado se puede expresar de forma serena y argumentada sin resultar desproporcionado ni hiriente, sin ser agresivo. Al igual se puede expresar la decepción o la frustración. Expresadas así, también entran en el ejercicio de generar y proyectar emociones positivas.
Emocionar es mucho más profundo que convencer
A modo de conclusión, deberíamos emplear mayor esfuerzo en aprender a generar y proyectar emociones positivas, también en enseñar a nuestros jóvenes a hacerlo, de forma que esteremos optimizando la inteligencia emocional e incrementando las oportunidades de vivir una vida plena, llena de bienestar, en lo personal, social y profesional, independientemente de las circunstancias que acontezcan.