Una sociedad en permanente cambio o evolución
Una sociedad en permanente cambio invita a la reflexión y casi obliga a reinventarse para abrir nuevas oportunidades en un futuro siempre incierto. La dirección de equipos de trabajo no queda al margen de este proceso de revisión y transformación. El “jefe” ha perdido su vigencia, su sentido, ha muerto.
Una sociedad democrática, diversa, multicultural, en permanente crisis, necesita de directivos con un nuevo talante. Ya no se puede dirigir o coordinar a un grupo humano como tradicionalmente se ha venido haciendo, desde el “ordeno y mando”. Se precisan “líderes” que emocionen y convenzan, que dejen huella, que influyan en sus colaboradores, personas empáticas, dialogantes, que vuelquen su esfuerzo en ilusionar, seducir, que sean exigentes y autoexigentes, que construyan el sentimiento de “equipo”, que creen climas afables, de convivencia y cooperación, motivadores, serenos, perseverantes, positivos en los momentos de dificultad, honestos, que cedan todo el protagonismo al equipo y a sus colaboradores. En definitiva, se precisan directivos que se ganen el reconocimiento de sus empleados por su buena gestión, no solo por los resultados, y se les reconozca “autoridad” moral por encima del poder inherente al rango de directivo.
¿Dirigir o liderar?
Dirigir, “mandar”, es un estilo de dirección anticuado, caduco, anacrónico… El jefe manda y el subordinado obedece, más por la cuenta que le trae que por convencimiento. El jefe trata de acumular poder y se muestra suspicaz, desconfiado, temperamental, receloso y beligerante con quienes discrepan de él y con sus posibles contrincantes, a quienes puede llegar a odiar. El jefe habla y el subordinado escucha. El jefe manda estar unidos y que le sigan, y el subordinado trata de aparentarlo para no llevarle la contraria, atendiendo a la obediencia debida. El jefe nunca se equivoca, siempre encuentra excusa ante el error, culpables ante el fracaso, se apropia del trabajo bien hecho de colaboradores y personaliza el éxito en sí mismo. El jefe tiene “poder”, pero no necesariamente “autoridad” si no logra ser revestido por sus colaboradores de la autoridad que identifica al líder.
Ni si quiera obtener una excelente cuenta de resultados justifica y sostiene en la actualidad al jefe, si la dirección la ejerce desde el egoísmo, despotismo, manteniendo en tensión a toda la organización. Los métodos coercitivos o punitivos pueden ser eficaces de forma inmediata pero entrañan graves riesgos ya que deterioran el clima de trabajo, complican las relaciones personales en el grupo, dificultan la cohesión interna, inhiben progresivamente el esfuerzo individual y colectivo, y deterioran la imagen de la organización.
El ocaso del “jefe”
La sociedad ha cambiado, afortunadamente, y nadie admite el trato irrespetuoso o humillante, ni siquiera como testigo aunque no se sufra en primera persona. Son actitudes que recuerdan lo más oscuro de una sociedad caduca. El “jefe” gestiona “mano de obra”, no personas, y lo hace desde sus vísceras, sin método, guiado por sus propias emociones. Cuando alcanza el éxito, muy a pesar de su estilo directivo, parece validarse y reforzarse su forma de dirigir. Entonces los modos cuestionables se van perpetuando y el despotismo parece tener justificación.
El “jefe” suele ser una persona superada por su propio “personaje”. Nadie se atreve a decirle que está equivocado porque sería su sentencia. Estás conmigo o estás contra mí. Los colaboradores se convierten en aduladores y los subordinados en “soldados” que obedecen porque saben que la discrepancia será vivida por el “jefe” como una traición. En ocasiones ni siquiera el patrón o los dueños de la organización se atrevan a llevarle la contraria al “jefe” que ellos mismos pusieron al frente en su gestión, bien por el éxito momentáneo en la cuenta de resultados, bien por el poder que ha ido acumulando y lo complicado que sería su sustitución, bien por sentirse hipotecados ante un contrato blindado… hasta llegar a invertirse los roles como en la película El Sirviente (Joseph Losey) de forma que los patronos acaban en manos del “jefe”.
El “jefe” es egocéntrico, percibe el mundo solo desde su perspectiva, por lo que considera sus opiniones como “la” verdad”, no “su” verdad. Su punto de vista es la referencia o medida de todas las cosas. No entiende que existan diferentes puntos de vista o verdades relativas. Siente que es el centro de todas las miradas e interpreta equivocadamente que se le tiene envidia por su éxito o poder. No entiende que su arrogancia, sus enfados, su escasa empatía van estableciendo una barrera que le distancia y provocan el desafecto general.
Nadie discute que muchos directivos sean “jefes exitosos”. Sin duda pueden ser auténticos expertos en su ámbito profesional. Pero su éxito sobre la “cuenta de resultados” parece justificar la manera que tienen de dirigir y de relacionarse con el entorno, servir de aval o de coartada a su escasa psicología o inteligencia emocional. Son tan buenos que solo obtienen resultados, nunca lograrán el afecto de los empleados y de la organización.
Renovar y actualizar el concepto de “autoridad”
Es fácil escuchar que el profesorado ha perdido autoridad. ¿Por qué se dice esto?, ¿es cierto?, ¿también han perdido autoridad los padres, los entrenadores…?, ¿hay una crisis de autoridad en la sociedad actual?
El concepto de autoridad ha cambiado. El directivo, la madre y el padre, el profesorado, el entrenador… tienen el poder inherente a su rol, tienen el poder de las decisiones que pueden tomar en el ejercicio o desempeño de su rol. ¿Pero tienen autoridad?
La autoridad actualmente se asocia a “autoridad moral”, reconocimiento o prestigio por el buen desempeño del rol. La autoridad antes era inherente al rol de directivo, padre o madre, profesor, entrenador… Ahora la autoridad es un reconocimiento que empleados, hijos, alumnos o jugadores otorgan ante la óptima gestión del rol correspondiente. La autoridad se gana desde el convencimiento, las tomas de decisión, la gestión de los conflictos, la honestidad, el comportamiento ejemplar, la eficacia o resultados. La autoridad se gana dejando huella, llegando a ejercer influencia positiva.
Cuando el padre, profesor o entrenador no tienen autoridad es que es un desastre en el desempeño de su rol, gestiona mal y no logra reconocimiento por parte de sus hijos, alumnos o jugadores. Un directivo puede seguir ejerciendo temor sobre sus empleados y lograr obediencia, pero ¿tiene autoridad? No, no tiene autoridad.
La autoridad se asocia al liderazgo. “Ese es mi entrenador, nuestro entrenador”, lleva implícito el reconocimiento, prestigio o autoridad moral. Son los jugadores quienes aúpan a su entrenador a la condición de líder, le identifican como tal, le otorgan autoridad, porque el entrenador se ha hecho acreedor de ello por su óptima gestión en el desempeño del rol de entrenador. No tiene autoridad quien quiere imponerse sino quien se la gana.
Liderar es exigir, tener un elevado nivel de exigencia, saber exigir
En ocasiones tiende a verse al líder como un “bienqueda”, alguien que llega al corazón, toca la fibra, dice lo que se espera escuchar… Se tiende a interpretar al “jefe” como más exigente que al “líder”. No es así. El líder mantiene alto el nivel de exigencia, no es un “colega”. Las personas recordamos bien a quien nos supo exigir, quien sacó de nosotros lo mejor, supo hacer que nos superáramos, elevó nuestro nivel, a quien nos corrigió y nos hizo mejores… No solemos recordar al “colega” o “amiguete” que nos consintió, nos protegió y nos llenó de excusas. Tampoco queremos recordar a aquel que nos humilló, nos faltó al respeto, nos agredió aun con el argumento de ayudarme a mejorar. En la sociedad actual es clave encontrar un equilibrio entre exigir y hacerlo de forma asertiva, es decir con mucha mano izquierda, convenciendo, invitando, contagiando, persuadiendo, también corrigiendo y hablando claro.
Muchos son los directivos que son “jefes” pero muy pocos los que lograr liderar
Digamos adiós al “jefe” y demos la bienvenida al “líder”. Se precisan directivos con carisma que trasmitan su visión y convenzan, que ejerzan un efecto “evangelizador” desde su propia visión y que sepan gestionar las “disidencias” internas, más desde un enfoque educativo que desde el autoritarismo. Se precisan entrenadores que ilusionen, transmitan pasión, contagien optimismo, inviten al atrevimiento, exijan, pongan el listón muy alto, pero guíen, ayuden, refuercen, corrijan, creen climas de rendimiento, que lideren más allá del vestuario, que convenzan e ilusionen, no solo a jugadores, sino también a directivos y al “entorno”. El entrenador es un gestor de emociones individuales y colectivas. El “jefe” inteligente está tomando consciencia de la necesidad de renovar su manera de ejercer la dirección, de la necesidad de acercarse más al liderazgo. El futuro será de aquellos que sepan recorrer ese proceso de evolución.